Sólo necesitaba a alguien que desease aprenderse de memoria todas sus miradas, cuya risa le sonase a música día si y día también y que, como un astronauta, descubriese cada una de las constelaciones de sus lunares hasta que se le grabase la galaxia entera.
Se alisó la falda, se sentó y esperó a que llegase.
Y así pasaron diecinueve veranos, dieciocho primaveras y cien inviernos, hasta que la pena, de tanto mojarse, comenzó a pesar y decidió quitársela, levantarse de esa
cárcel silla y bajarse la luna ella misma.
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